CAPÍTULO 1
Se liberan los espíritus, incluidos los espíritus celestiales y los amigos terrenales
En el tercer año del período Jia You, 1056-1063, una plaga azotó la región. No se disponía de medicinas. Se podían ver por todas partes enfermos y moribundos. La plaga empeoró en la capital Kaifeng. Murieron más de la mitad de los soldados y residentes dentro y en los alrededores de la Capital del Este.
El emperador Ren Zong dio orden de que el mariscal Hong Xin fuera como emisario a las montañas del Tigre y el Dragón en la prefectura de Xinzhou en la provincia de Jiangxi para invitar al Divino Maestro de los taoístas, que procedía de una estirpe que se remontaba a la época Han, a viajar apresuradamente día y noche hasta la capital y llevar un gran servicio de oración en el parque imperial. Así se podría salvar la gente.
El mariscal Hong llegó y entró en el templo de la Suprema Pureza en la montaña del Tigre y el Dragón. El abad sugirió que viajara solo a pie hasta la cima y que proclamara la invitación como prueba de su piedad. De camino a la cumbre, se encontró con un niño novicio sentado a la espalda de un buey amarillo y tocando una flauta de metal. El mariscal Hong simplemente preguntó dónde estaba la morada del Divino Maestro. Sonriendo, el niño contestó:
–El Divino Maestro debe de haber montado en una grulla y volado entre las nubes para ir a la capital. –El mariscal se quedó de piedra.
El mariscal Hong regresó al templo y le dijo al abad lo que había pasado de camino.
–Muy mal –gritó el abad–. Mariscal, perdió su oportunidad. Ese niño era el Divino Maestro.
Al oír esto, el mariscal se encontró mejor. Rodeó el edificio del templo de la montaña del Dragón y el Tigre disfrutando del precioso paisaje y visitando las salas.
Fue llevado al salón de la Supresión de los Demonios. Allí se fijó en un edificio con las paredes rojas como pimientos y un enrejado de color bermellón en sus dos ventanas frontales. Un candado tan grueso como un brazo humano mantenía juntas las puertas dobles. Había una docena de tiras de papel atestadas de numerosos sellos rojos pegadas en la juntura de la puerta.
–Una sala donde un Divino Maestro anterior encerró algunos demonios, cada Divino Maestro siguiente añadió su propio sello prohibiendo a cualquier sucesor abrir las puertas –contestó el abad.
El mariscal Hong estaba sorprendido. Le dijo al abad:
–Abra las puertas. Quiero ver cómo es un demonio.
–No puedo, mariscal. La primera generación de maestros divinos lo prohibió. Nadie se atrevería hoy.
El Mariscal se rio.
–Tonterías. La historia es un invento para engañar a la gente. Han preparado deliberadamente este sitio para decir que tienen demonios encerrados como prueba del poder de su magia taoísta. No creo que tengan ningún demonio aquí. Abre y déjame echar un vistazo.
El abad tenía miedo de la influencia del mariscal Hong. No tuvo más opción que ordenar a unos viejos monjes herreros quitar las capas y romper la cerradura. Vio que la sala estaba completamente vacía salvo por una tablilla de piedra en el centro. Allí, escrito en grande, había cuatro palabras en la parte de atrás: "Abrir cuando llegue Hong". El Mariscal estaba encantado.
–Dice claramente en la tablilla que se puede quitar cuando yo venga –le dijo al abad.
El mariscal Hong hizo que empujaran la tablilla y que levantaran la piedra de tortuga. El mariscal Hong les dio instrucciones de que sacaran la gran losa de piedra. Cuando los hombres hubieron quitado la losa, apareció un agujero. Se oyó un gran sonido de desgarro y salió como un tiro una nube negra. Rompió la mitad del tejado y se perdió en el espacio. Todo el mundo gritó del susto y dejó caer sus herramientas. Salieron corriendo de la sala. El mariscal Hong miraba con los ojos salidos y jadeaba desesperadamente. Tenía la cara del color de la tierra.
–¿Quiénes son esos demonios que escaparon? –preguntó Hong.
–Oh, Mariscal, no lo sabía. –gruñó el abad–. En este salón el maestro del camino dejó una advertencia escrita, decía: "Treinta y seis estrellas de los espíritus celestiales y setenta y dos estrellas de los amigos terrenales, un total de ciento ocho demonios, están prisioneros aquí, sujetos por una tablilla de piedra. Si son soltados sobre la tierra causarán un sinfín de problemas".
El mariscal temblaba y comenzó a sudar frío. Salió corriendo con sus hombres hacia la capital montaña abajo.
El emperador Ren Zhong murió sin dejar hijos. El trono pasó a Ying Zong, Shen Zong y Zhe Zong. Durante el reinado del emperador Zhe Zong, en Bianling, la Capital del Este, en la prefectura de Kaifeng, vivía un pícaro llamado Gao Qiu. Solo se ocupaba de pelear con bastón y lanza y era un excelente jugador de fútbol. También era bueno lisonjeando. Se lo recomendaron a Wang Jinqing, el joven príncipe consorte, para servir de criado. Desde entonces Gao Qiu se quedó con el príncipe yendo y viniendo como uno de la familia.
El príncipe consorte Wang le dijo a Gao Qiu que le entregara los regalos al príncipe Duan. Su alteza estaba en el patio central jugando al fútbol con algunos eunucos jóvenes. La suerte le favoreció. La pelota fue más allá del príncipe Duan, que no pudo pararla, y atravesó la multitud hacia Gao Qiu. En un momentáneo rapto de audacia se la devolvió de una patada al príncipe con un "giro de pato y pata mandarín". Al ver que jugaba bien con la pelota, el príncipe Duan se quedó encantado. Se lo quito al príncipe consorte como criado.
El emperador Zhe Zong murió sin dejar heredero. El príncipe Duan fue hecho emperador. Se le conocía como emperador Hui Zong. Menos de medio año después, pudo hacer de Gao Qiu mariscal al mando de la Guardia Imperial.. Gao Qiu seleccionó un día y una hora propicios para asumir el cargo. Todos los oficiales de la poderosa Guardia Imperial., tanto de infantería como de caballería, que iban a servir bajo su mando fueron a presentarle sus respetos. Gao Qiu examinó el listado nombre por nombre. Solo faltó por acudir Wang Jin, un instructor de armas de la poderosa Guardia Imperial.. El mariscal Gao Qiu estaba furioso:
–Tonterías. Pura insubordinación! ¡Tráiganlo aquí ahora mismo!
Wang Jin fue reprendido por Gao Qiu. Muchos de los oficiales jóvenes suplicaron así que Wang se libró de que lo apalearan. Volvió a casa y le dijo a su madre:
–Mi vida está en peligro. Así es nuestro buen mariscal Gao Qiu, que se vengó en mi padre.
–Hijo mío, –dijo la madre– de las treinta y seis formas de meterse en líos, la mejor es... marcharse. Lo único que me asusta es que no tengas a donde ir.
Aprovechando la oscuridad antes del amanecer, se fueron de la ciudad por la puerta occidental y partieron por la carretera hacia el viejo general Zhong en la prefectura de Yanan. De camino, pasaron la noche en el pueblo de la familia Shi. Wang Jin vio al joven amo Shi Jin practicar con una porra. Entonces dijo sin pensar:
–El estilo no es malo, pero tiene debilidades. No pararía a alguien que fuera realmente bueno.
–¿Quién eres tú para reírte de mí habilidad? –exigió enfadado–. Se me conoce en toda la región como Nueve Dragones Shi Jin. ¿Te atreves a retarme?
Wang Jin seleccionó una porra de un mueble de armas. El joven levantósu porra y cargó. Wang Jin se retiró rápidamente arrastrando el arma. El joven blandió su porra y fue detrás. De repente, Wang Jin se giró y levantó el arma como para echarla hacia abajo. Su oponente levantó la suya para bloquearla pero Wang Jin rápidamente retiró el arma y luego la lanzó contra el pecho de su adversario; el chico cayó sobre la espalda, con la porra cayéndose al lado.
Wang Jin retiró el arma y se apresuró a ayudar al joven pidiéndole perdón.
El chico trajo un taburete, sentó a Wang Jin en él y le hizo una reverencia respetuosa.
–He estudiado con muchos instructores –dijo– pero no me han enseñado prácticamente nada. Maestro, todo lo que puedo hacer es suplicar su guía.
Wang Jin dijo:
–Mi madre y yo nos hemos presentado en su casa durante algunos días sin forma alguna de demostrar nuestra gratitud. No es más que lo justo que haga lo posible.
Pasaron los días. Enseguida pasó medio año. Shi Jin se adaptó a las dieciocho armas. Wang Jin se despidió de él y continuó hacia Yannan. Invitó a los trescientos o cuatrocientos campesinos locales a una sala de la mansión e hizo que los vasallos le sirvieran vino.
–Me he enterado de que tres cabecillas bandidos han formado una banda en el monte Shaohua que hace incursiones y pillajes –dijo–. Como operan a lo grande, antes o después van a atacar nuestro pueblo. Les he invitado para darles una charla. Cuando vengan esos delincuentes, todas las familias deben estar preparadas. Si nuestra mansión hace sonar la alarma, todos ustedes tienen que venir con sus armas. Nos ayudaremos unos a otros y defenderemos nuestro pueblo.
Los bandidos habían construido un fuerte en la montaña Shaohua. Su líder se llamaba Milagroso Estratega Zhu Wu. El segundo al mando se llamaba Tigre Saltabarrancos Chen Da. El tercero se llamaba Serpiente de Lunares Blancos Yang Chun. Un día se sentaron y hablaron de exigir grano al condado de Huayin. Yang Chun dijo:
–Para llegar a Huayin tenemos que pasar por el pueblo de la familia Shi. Ese Nueve Dragones Shi Jin es muy duro. No es sensato molestarlo. Nunca nos dejaría ir.
Zhu Wu y Yang Chun intentaron disuadirlo pero no escuchaba. Se vistió la armadura y montó en su caballo, cogió ciento cincuenta hombres y, tocando tambores y gongs, bajó la montaña en dirección al pueblo de la familia Shi.
Desde todos los lados vinieron a la mansión los hombres de las cuatrocientas familias del pueblo llevando sus armas.
–Estamos escasos de grano en nuestra fortaleza de las montañas, –contestó Chen Da–. Esperamos conseguir algo en Huayin. La carretera nos trae por su honorable mansión pero, por supuesto, no nos atreveríamos a tocar ni una brizna de hierba aquí. Déjenos pasar. Se lo agradeceremos adecuadamente a nuestro regreso.
–Tonterías. Soy jefe de la guardia. Estoy intentando salir a por ustedes, bandidos, pero ahora han venido a mi. Si les dejo pasar y el magistrado se entera, estaré implicado.
Cheng Da se enfadó, tomó su montura y galopó al frente con la lanza a nivel. Los dos hombres se enfrentaron y lucharon. Tras varias rondas, Shi Jin hizo amago de dejar el pecho expuesto y Cheng Da arremetió. El joven esquivó la lanza.
Se encontraron cuerpo a cuerpo. Shi Jin rodeó a Cheng Da por la cintura con su ágil brazo, lo agarró con su ceñidor trenzado y, con un rápido giro, lo levantó de su silla decorada y lo arrojó al suelo. Gritó a sus hombres para que lo ataran.
Sabiendo que no podrían batirlo, Zhu Wu y Yang Chun se arrodillaron y lo miraron con las lágrimas cayéndoles por las mejillas. Llorando, Zhu Wu dijo:
–Nosotros, tres hombrecitos, así acosados por los funcionarios nos vimos forzados a ir a las colinas y convertirnos en proscritos. Juramos que "aunque no nacimos el mismo día, moriríamos el mismo día". Hoy nuestro hermano más joven Cheng Da ofendió a su excelencia y ha sido encerrado en su honorable mansión. Puesto que no tenemos forma de salvarlo, hemos venido a morir con él. Por favor, llévenos a los tres a los oficiales y recoja la recompensa. Ni siquiera frunciremos el ceño. Le suplicamos alegremente que nos mande a la muerte.
Al ver que los dos eran tan leales, Shi Jin desató a Chen Da. Desde entonces, Shi Jin tuvo considerable trato con los cabecillas bandidos. Enseguida fue el octavo mes lunar, el momento del Festival de Otoño. Shi Jin les pidió a los tres jefes bandidos que disfrutaran de la luna llena y bebieran vino en la mansión la noche del día quince. El comisario del condado de Huayin, dos oficiales y trescientos o cuatrocientos soldados habían rodeado la mansión. Los oficiales gritaban:
–¡No dejen escapar a los ladrones!
Sabiendo que ya no viviría, Shi Jin incendió la casa. Seguido por Zhu Wu, Yang Chun y Chen Da y sus guardias, Shi Jin y sus hombres se abrieron paso entre los soldados. Incapaz de ser el jefe de los bandoleros de la montaña Shaohua, cogió su alabarda, se despidió de los tres jefes y salió para la guarnición de frontera de la prefectura de Yanan para buscar a su maestro, el instructor Wang.